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Progresismo de Indias

A muchos sorprende que el mismo Gobierno que condenó al terrorismo de Estado de los 70 sea, también, quien auspicia la megaminería o los agronegocios.
 

21.04.2014 09:45 |  Giménez Manolo  | 

El análisis histórico de la sociedad argentina, permite confirmar que el rasgo saliente en la práctica política de la clase media tecnocrático universitaria ha sido, casi siempre, el simulacro. Siendo sus virtudes extremas el miedo o el terrorismo –con el paso del tiempo idealizadas y autovindicadas como rasgos heroicos–, no debería sorprender que, en cada período donde alcanzó el timón de Gobierno, compensó la falta de una política propia con la puesta en escena de sus fantasías ideológicas, mientras otorgaba las más amplias concesiones a los núcleos económicos dominantes.

A decir verdad, en las formaciones sociales de la periferia mundial es casi imposible que tales sectores tengan un programa de gobierno propio. Porque la pequeña burguesía periférica –sostenida mayormente en la administración, las profesiones liberales o el cuentapropismo– no es una clase social con base material propia (como sí ocurre en los países capitalistas centrales, donde se desarrolló, mayoritariamente, sobre estructuras productivas de menor formato), lo cual determina su carácter centrífugo y una conciencia permeable a intereses e ideas completamente ajenas a su contexto.

Por esta razón, entre otras, desde las primeras décadas del siglo XX, las experiencias revolucionarias genuinas en Iberoamérica no dependieron de ella sino de los grupos más avanzados de la débil burguesía industrial (especialmente del Ejército), que intentaron el camino del desarrollo autocentrado aprovechando las cíclicas crisis del capitalismo mundial. Estos procesos fueron acompañados por las pocas vanguardias que generó la clase media crítica –FORJA, en 1945, es el ejemplo emblemático en Argentina–, los sectores dinámicos del interior sumergido y los trabajadores asalariados.

Tiempo después, los siete años y medio de dictadura cívico militar instalaron una bisagra histórica entre el agotamiento de ese proceso industrializador y el inicio del nuevo ciclo institucional. Un ciclo de signo nítidamente pequeño burgués periférico, que desde Alfonsín a Cristina ha mantenido sus principales lineamientos, a pesar de las diferencias semánticas de cada mandatario. La característica de la etapa fue el desmantelamiento del "Estado empresario" –construido por el peronismo– y la creación de lo que el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos denomina el "Estado metarregulador".

Según este autor, "la metarregulación es un tipo muy distinto de intervención estatal comparada con aquella que presidió el contrato social democrático (…) es una nueva forma de gobierno indirecto, en el cual los actores económicos poderosos detentan un enorme poder de control sobre los recursos vitales esenciales para las personas, sin estar sometidos a ningún tipo de responsabilidad ante la sociedad, y sin importarles si esos recursos son el agua, la energía, las semillas, la seguridad o la salud".

O sea que, de acuerdo a esta caracterización, el Estado se convierte en el instrumento de legitimidad de los reguladores no estatales (corporaciones, grupos financieros, bancos, etc.).

En estas últimas décadas, siguiendo a de Sousa Santos, los núcleos económicos dominantes "perdieron buena parte del poder político gubernamental, pero a cambio vieron aumentado su poder económico. Los países cambiaron sociológica y políticamente hasta el punto de que algunos analistas vieron el surgimiento de un nuevo régimen de acumulación, más nacionalista y estatista: el neodesarrollismo basado en el neoextractivismo (…) que tiene como base la explotación intensiva de los recursos naturales (…) flexible en la distribución social, pero rígido en su estructura de acumulación".

El kirchnerismo responde a esta definición acabadamente, aún cuando la propaganda oficial pretende despegarlo de sus antecesores. En el menemismo se consolidó la reprimarización de la economía sobre la que descansa la actual generalización del modelo extractivo exportador. Es decir, no hay diferencia sino continuidad necesaria entre la desrregulación y la metarregulación; el resto es simulacro.

Incluso en estatizaciones que podríamos juzgar de gran progresividad histórica, como la de YPF, los hechos demostraron que se buscaba que Chevrón y otras trasnacionales pudieran "metarregular" a través de esta empresa semi pública, en remplazo de Repsol, las inmensas posibilidades de Vaca Muerta.

Otro aspecto a considerar es la infraestructura estatal creada, en los últimos años, para el mejor desempeño de las corporaciones extractivas o las aplicaciones del INTA o el Conicet en biotecnologías apropiadas por Monsanto. Aunque no hay una sola de estas acciones destinadas a favorecer el despliegue de las trasnacionales extractivas, que no sea presentada como un rasgo nacionalista y estatista del Gobierno.

En otras palabras, los populismos clientelares y el "socialismo siglo XXI" surgieron en la América criolla como los articuladores de este nuevo orden internacional, basado en el despojo de los recursos alimentarios y naturales, bajo el camuflaje icónico de Bolívar, el Che Guevara o Evita. Amparados por estos gobiernos, la explotación incontrolada de los hidrocarburos, la minería a cielo abierto, el modelo de agronegocios y los llamados "agrocombustibles" marcan el ritmo de esta nueva división territorial y global del trabajo que disfruta, como las anteriores, del acompañamiento simultáneo de magnates e izquierdistas.

De perplejidades como esta, dicho sea de paso, nos hablaba la profética desazón del coronel Aureliano Buendía en aquellas jornadas de Macondo, que ya no volverán.
 
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